“EL TERRORISMO DEL IMPERIO” (In God We Trust)

Por: The Unknown Soldier Se ha dicho que las comparaciones son odiosas, pero sin ser odiosos, hagámonos una comparación de dos hechos históricos. El primero, el del 11 de septiembre, cuando los símbolos del capitalismo cayeron pesadamente al suelo. El imperio se cuidó de no mostrar imágenes dantescas de la tragedia y en un acuerdo tácito de auto censura de la prensa, la radio y la televisión, se abstuvieron de mostrar cuerpos mutilados y charcos de sangre. Dirán que al imperio, por ser el elegido de Dios, ni se le mutila, ni sangra. Claro que en verdad el 90% de los muertos y mutilados fueron alemanes, españoles, portugueses, italianos, franceses y montoneras de miles de latinos, que eran los trabajadores de baja estofa, es decir, los que madrugaban y por eso estaban bien temprano limpiando las oficinas de sus patrones, arreglándoles las ventanas, limpiando los corredores de los edificios y colocando flores en los escritorios de los ejecutivos, eso sí, gringos, que llegaban mas tarde y por eso no fueron tocados. Además, lo que les importa es la tragedia económica, que les duele más que todos los muertos. Siempre ha sido así. Para ellos la vida humana bien vale poco. Por eso les ha dolido hasta el fondo de su alma, el valor de las torres y edificios destruidos; el valor de todo aquello que estaba adentro, como las toneladas de lingotes de oro que se les derritieron, por acción del fuego y se escurrieron como ríos de barro, por la escalera de los edificios; el descrédito del F.B.I. que tenia en las torres varios pisos a su servicio, y que de nada les sirvieron, las medidas de seguridad aplicadas; los traumatismos en las comunicaciones; la caída estruendosa del Wall Street; las pérdidas de las compañías de seguros que las llevaron a la quiebra; las aerolíneas en quiebra y la impotencia del imperio ante la humillación causada, que no sabe como responder de inmediato al “ataque terrorista”, porque ignora quien es en verdad el verdadero responsable. Ya han pasado meses y quizás pasaran años sin encontrarlo (...) Hasta aquí el imperio es atacado por el terrorismo. Ahora veamos la segunda parte de la comparación, de la que tan solo se relatará una, de entre cientos de ellas, que se podrían hacer: “Tibbets seleccionó cuidadosamente al personal, que habría de hacer con él la travesía decisiva. Su copiloto seria Lewis. El técnico de radar, Besser. El bombardero Ferebee. El navegante Van Kik y como piloto el propio Tibbets”. Todos eran muy poco conocidos, pero de todas maneras se trataba de la flor y nata de la Fuerza Aérea Norteamericana. El avión que cargaría la bomba fue bautizado por Tibbets por el poco ortodoxo nombre de su madre, ENOLA GAY. Se supone que aquello constituía un gran homenaje para la buena señora. Después de recibir los respectivos informes, Tibbets habría de decidir cual de las ciudades condenaba a la destrucción. Se dirigía entonces hacia ella y sin escolta alguna, cumpliría la misión. A continuación daría el consabido giro de 155º, escapando de la onda explosiva y regresaría a su base en Tinían. A las dos horas y cuarenta y cinco minutos de la mañana del seis de agosto de 1945, el Enola Gay se elevó pesadamente, y como si fuese un avestruz intentando aprender a volar, incomodado por el lastre que suponía cargar la bomba más poderosa y más pesada del mundo hasta ese día transportada. El viaje fue normal. La aviación japonesa, venia amenos desde mucho tiempo atrás, era absolutamente incapaz de impedir las frecuentísimas incursiones de los B-29. Por otra parte aquel avión volaba tan alto, nueve a once mil pies, que las baterías antiaéreas nada podían hacer contra él. No tardaron en llegar los informes meteorológicos. El tiempo era el ideal para un bombardeo visual... en todos los tres objetivos. Tibbets se decidió por Hiroshima, porque resultaba el blanco prioritario y porque además, era su “ciudad preferida”. A las 7 y 24 minutos de la mañana, Tibbets avistó suelo nipón. Toda la tripulación, en una expectativa, empezó a prepararse en sus respectivos puestos. A las 8 y 15 en punto, Ferebee arrojaba la bomba desde nueve mil pies de altura. Falló en el blanco, que era un puente que quedaba en toda la mitad de la ciudad, por apenas doscientos cincuenta metros. Cuarenta y siete segundos después, se producía la explosión sobre la ciudad de Hiroshima. Un miembro de la tripulación del Enola Gay, la describió así: “Una columna de humo asciende rápidamente. Es una masa burbujeante, de color gris azulado, con un núcleo rojo. Todo es turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios... uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, catorce, veinte... es imposible contarlos, son demasiados para hacerlo. Aquí llega la forma en hongo de que se nos hablo. Viene hacia aquí, hacia nosotros, es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizás tres mil metros de anchura y unos ochocientos o mil de altura. Crece mas y más. Está casi a nivel de nosotros y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte azulado muy extraño. La base del hongo parece una densa niebla, o mas bien, un espeso conjunto de nubes que son atravesadas con un lanzallamas. La ciudad debe estar debajo de eso. Las llamas y el humo tienden a invadirlo todo. Las colinas están desapareciendo bajo el humo...” El copiloto Lewis, al contemplar aquel espectáculo sobrecogedor, espectralmente bello, apenas pudo exclamar. “Dios mío... ¿Qué hemos hecho...?”. En cambio Tibbets, el encargado de la misión, anunció la nueva buena, el éxito estruendoso que se había obtenido y en Tinían, el personal Norteamericano comenzó a preparar una majestuosa fiesta de celebración, y en graciosas tarjetas se invitaban a todo el personal que habría cerveza, concurso de baile epiléptico, música “hot” y otras simpáticas atracciones. La primera y equivocada sensación que tuvieron los habitantes de Hiroshima, hablamos de los afortunados que sobrevivieron para contarlo, fue que un explosivo común había estallado muy cerca de ellos. Solo después se vinieron a percatar de que sus desgracias habían sido causadas por una bomba nueva, extraña, incalculablemente potente, una abominación. La temperatura generada por la explosión en su núcleo, fue de diez millones de grados centígrados y la onda caliente que se extendió por la ciudad, fue tan intensa que ella, por si sola, hubiera causado ya una enorme tragedia. Se derritieron los edificios enteros, como “Radio Hiroshima”, por ejemplo y todo a dos millas a la redonda. A esa distancia, la piel expuesta sin protección de la ropa, sencillamente se fundía. Un poco mas cerca del epicentro, las gorras, los sombreros y la ropa, se derretían sobre la piel, formando una única lamina pegajosa. Todavía mas cerca del epicentro, miles de personas se evaporaron... así como suena, desaparecieron sin dejar rastro alguno. Solo quedaban sus siluetas dibujadas sobre el asfalto o sobre un muro, milagrosamente en pie. Fue muy común el caso de las páginas impresas que expuestas a la onda calorífica, sufrían una curiosa transformación: las letras negras quedaban quemadas sobre el blanco papel. La alta temperatura solamente afectaba a quien se interpusieran en su camino. Un hombre sentado en una mesa escribiendo una carta, resultó con las manos quemadas, porque los rayos de calor que entraron por la ventana cayeron directamente sobre ellas, en tanto su rostro, a dos palmos de distancia, pero fuera del sendero de los rayos, quedo ileso. El intenso calor fue seguido por una explosión. Algunos, los más atentos - la mayoría de las personas estaban tan aterrorizadas que no perdieron tiempo en aquel detalle - oyeron un sobrecogedor ronroneo de la tierra, como el que precede a los más grandes terremotos. A continuación, todo estalló en pedazos. La ciudad, desapareció del mapa. Enseguida, comenzó a caer una lluvia negra, sucia, con una sordidez mas allá de lo terrenal. Y después... los vientos. La explosión y los incendios calentaron excesivamente el aire sobre la ciudad, lo que a su vez precipitó un auténtico huracán. Grandes árboles fueron arrancados de cuajo. Se produjeron enormes olas en los ríos que atravesaban Hiroshima, ahogando a centenares de sobrevivientes que se habían lanzado a ellos, bien para refugiarse, bien para aliviar sus quemaduras. Y por fin, vino el silencio... sepulcral. La destrucción de Hiroshima fue algo aterrador. Noventa mil edificaciones quedaron en ruinas y 250.000 habitantes murieron, probablemente mas, pues este es un cálculo conservador. Los que sobrevivieron jamás olvidarán el infausto acontecimiento. Un medico que trabajaba en un hospital derruido por las llamas, relató: “Lo más impresionante, eran quizás las quemaduras que despellejaban a las victimas, todo el mundo se veía igual. Sus ojos parecían ser una masa de carne derretida. Los labios estaban partidos, e, igualmente parecían pura carne quemada. Solo las narices parecían haberse conservado en su puesto. La escena de muertes era repugnante y dolorosa. El color de los pacientes se tornaba repentinamente azul, y cuando tocábamos sus cuerpos, la piel se quedaba adherida a nuestras manos.” Muchos de los que se salvaron quedaron a lo largo de toda su vida, con una horrible herida sicológica; el complejo de culpa por haber logrado salvar su vida allí donde amigos y familiares habían muerto. Por su puesto, casi ninguno de los infortunados habitantes quedó sin una horrible cicatriz, alguna inhabilidad como la cojera, carencia de una o dos piernas, o un brazo o los dos brazos, cuando no con brazos y sin piernas. Pero no es todo. Los rayos gamma habían afectado a miles de personas y su labor destructiva, fue lenta, pero no menos implacable, habitándose manifestado durante mucho tiempo. En las primeras semanas después de la explosión, las personas enfermaban extraña y repentinamente: comenzaba a caérsele el pelo, sangraban por las encías; empezaba a manchárseles la piel con numerosos puntitos hemorrágicos, disminuía drásticamente la cantidad de glóbulos blancos en el torrente sanguíneo. Finalmente morían, sin saber por qué y después de haber creído que se habían salvado. El cáncer tiroideo, fue otra de las consecuencias de la radiactividad generada por la explosión atómica. Quince años después de esta los médicos detectaban varios casos de cáncer atribuibles a los efectos radioactivos. Así mismo se encontraron después, horribles mutaciones genéticas y durante dos generaciones, los japoneses que vivían en el lugar, o que descendían de personas que habían habitado allí, no pudieron concebir un hijo con tranquilidad. Hasta fechas muy recientes se reportaron deformidades en niños con un solo ojo, con branquias, con un solo dedo o con siete u ocho. Pero los Estados Unidos de Norteamérica, no consideraron como suficiente el castigo propinado contra el Japón y en especial sobre Hiroshima y, antes de que se levantara del polvo, de las ruinas y la muerte, el 7 de diciembre de 1945, “... lanzó otra bomba atómica, esta vez sobre Nagasaki, con el mismo catastrófico resultado que la anterior, y con consecuencias sobre todas las poblaciones y las regiones de influencia nuclear, pues sus radiaciones aún perduran y perjudicaron de por vida a varias generaciones...” Pero lo mas aterrador de todo esto, es que nadie sabe para que ha servido tanto sacrificio, como todavía nadie se ha podido explicar, por qué el hombre recurre a tanta barbarie y a la destrucción de tantas vidas humanas en nombre de Dios, de la Divina Providencia, de la democracia y la libertad, siendo estos principios tan supremamente deleznables, frágiles y quebradizos. Por qué mejor, no nos dejan vivir como se nos dé la gana, porque la vida no es sino una sola y nadie tiene porque arrebatárnosla. Además, ni a Dios, ni a ningún humano, se le ha concedido el derecho de decidir quien es bueno y debe vivir, y quien es malo y debe morir. Entonces hasta el momento, ¿quién va ganando en terrorismo...? Dios. La Divina Providencia. La democracia y la libertad. ¡¡ Qué ironía !!

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