El conflicto entre la agricultura tradicional y la agricultura industrial


 Algunas medidas urgentes para “descolonizar” el campo colombiano.

 

| Por Alexander Martínez Rivillas |

 

Hace unos días se publicó en el periódico de la Universidad Nacional de Colombia, una divertida historia sobre las bondades de la industria genética en general, y cómo esta había contribuido al sostenimiento alimentario y no alimentario de la humanidad. Incluso, se afirma que fue el factor clave de la superación de las hambrunas, o de las crisis alimentarias del siglo XX (“Leyes para crear verdaderos Frankensten”, UN Periódico Digital, 01.10.20). Por mi parte, no puedo estar más en desacuerdo.

 

Primero, habría que darle buena parte del crédito de la seguridad alimentaria de la civilización entera a los procesos de coevolución “hombre-medio”. Desde el 12.000 a.C. hemos domesticado miles de especies vegetales de alto valor calórico y proteínico. Empezando por la papa y el tomate, que fueron seleccionados por los pueblos prehispánicos hasta lograr obtener esos especímenes jugosos o carnudos que se conocieron desde la Conquista. El plátano, quizás de origen indonesio, que luego fue llevado a la India, y de este subcontinente a África y América, se lo debemos a este largo proceso de modificación biocultural. El tabaco, al parecer domesticado en la zona Andina, se propagó rápidamente por el viejo mundo. Desde comienzos del siglo XVI fue el principal divertimento del alto clero de Roma.     

 

Las miles de especies vegetales domesticadas de alto valor nutricional se concentraron, desde la invención de la agricultura (y aún se concentran hoy) en la zona intertropical del planeta. Lugar que, además, alberga la mayor diversidad biológica, geoecológica, lingüística y cultural del mundo. Se trata de suelos con una enorme complejidad de pequeños organismos y de minerales disponibles que, efectivamente, no se parecen en nada a los suelos de las tierras “templadas”. Las tierras intertropicales no gozan, en promedio, de un alto contenido de materia orgánica, y cuando se presentan estos indicadores, se localizan de manera puntual en valles de inundación o en valles glaciáricos (tierras fértiles pulidas por el derretimiento de los glaciares).

 

En Colombia, la sabana de Bogotá, las tierras del valle del Cauca, y los suelos del valle del río Sinú, son la excepción. El resto del territorio colombiano demanda ingentes cantidades de fertilizantes para aumentar la productividad, sin hablar de otros requerimientos de la agricultura industrial, relacionados con la estabilidad climática en el ciclo productivo, y la fuerte homogeneidad de insectos y de organismos del suelo. A estos suelos intertropicales no se les puede someter a las mismas técnicas de explotación de las “tierras altas” como, por ejemplo, las típicas tecnologías agroindustriales de Arkansas, de Normandía, o del sur de Brasil. Aquellos que lo pretendan hacer así deben, por lo menos, aceptar que no conocen nada de ciencias ambientales.  

 

En nuestro país, no se puede seguir insistiendo en un enfoque de producción agrícola de estándares homogéneos, ni productividades (cantidad producida por ha o por planta) que aspiren alcanzar los rendimientos de agrosistemas de arroz, de algodón, o de maíz, típicos de los valles aluviales fértiles de los países del norte o del sur global. Excepto que se quiera continuar con el ecocidio masivo de nuestras selvas bajas, medias y altas. En Colombia no hay bosques, vale aclarar, lo que apreció el mismo Humboldt cuando pasó por Ibagué. Lo que se debió hacer desde siempre en Colombia fue aprovechar nuestras condiciones ambientales particulares, y enfocarse en la heterogeneidad de la producción agrícola, y en la productividad de especies vegetales de alta respuesta positiva a nuestra geoecología.

 

De hecho, nuestra producción de proteína animal debió basarse en la acuicultura, por nuestras costas, ríos, ciénagas y lagunas; y en anfibios, por nuestros humedales y otras áreas lacustres. La ganadería de valle, de pie de monte y de ladera, debió ser secundaria, por las altas ineficiencias y el alto impacto ambiental que generan (además de retroalimentar la oligarquía terrateniente día tras días). De hecho, hoy se sigue insistiendo en extender los hatos de búfalos, y de toda suerte de ovinos y caprinos. Las explotaciones ganaderas en Colombia solo debieron permitirse en algunas zonas de la “selva seca” y de la “selva alta”, por su topografía plana y riqueza de pasturas naturalizadas, pero, manejando el impacto de las contaminaciones. Ciertamente, se hizo justo lo contrario. Primero, se creyó que se podía instalar la idea de la “dehesa” española (latifundio improductivo compuesto por cerdos, arboles de corcho, encinas y ganados). Luego, se creyó que se podía desarrollar la gran plantación estadounidense (los invito a revisar todas las tonterías que escribió al respecto el supuesto modernizador agrario, Camacho Roldán, entre los siglos XIX y XX). Finalmente, se introdujo a raja tabla la agricultura intensiva y homogénea de la revolución verde.

 

Voy a dar solo un dato contundente. El 70% de los alimentos del mundo (2009) se produce en los “sistemas de producción campesinos” (incluye indígenas) (ETC Group, 2009), por lo cual es claro que, el 30% restante corresponde a la producción agroindustrial. En mayor medida, este 30% surte la materia prima de los procesos industriales. Por tanto, el desarrollo agrario capitalista (el 30% del total producido) está muy lejos de producir ese 70%, ante su eventual expansión acelerada, y demuestra su baja productividad global respecto al área empleada y a la tecnología agrícola industrializada. De hecho, la producción tradicional ocupa menos espacios agrícolas, emplea más personas y menos recursos externos, y conserva mejor la agrobiodiversidad, si hacemos el balance global geoagrario.

 

En breve, la agricultura campesina e indígena tiene mayores productividades, mayores volúmenes de producción, y mejores estándares ambientales, si se estudia su fenómeno a escala planetaria. ¿Qué tanto ha “beneficiado” la biotecnología homogeneizante a estos sistemas tradicionales?  Muy poco, realmente. De hecho, cuando se presentan agrosistemas mixtos, se limitan a usar ciertos fertilizantes y ciertos insecticidas, los cuales, posteriormente, les cobra factura, esto es, mayores inversiones en inputs agrícolas, menos ahorro y desmejoras en la calidad del agua y del suelo. O sea, los empobrece aún más al final de la vida productiva de una generación de campesinos o de indígenas. No obstante, los programas curriculares de ciencias agrarias del país y del Tolima, siguen esperando el milagro de la revolución verde o de la producción mixta, a pesar de que las evidencias muestran que se requiere un cambio socioecológico radical. De hecho, seguimos esperando que, todo el desarrollo biotecnológico se vuelque hacia las investigaciones sobre productividades agrícolas heterogéneas y bioculturalmente diversas.

 

(*) Profesor Asociado de la Universidad del Tolima.

  

Imagen de referencia: El Diario - Agricultura ecológica versus agricultura convencional - Fernando Valladares. 

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