Uribe


| Por: Alexander Martínez Rivillas* |

Es muy conocida la recurrencia de “enfermedades mentales” entre algunos ramales de la genealogía de los Uribe. Fue tema de discusión, ciertamente no tan público, con José Gutiérrez y otros psiquiatras colombianos en la década del 2000.  No estoy seguro de ninguna de las calificaciones sobre la deficiente “conciencia moral” de Uribe, tampoco de las estados sociopatológicos que se le han señalado. Pero, sus dos gobiernos siempre se me parecieron a ese episodio de Calígula, narrado en Suetonio, en el que, caprichosamente, ordenaba construir puentes de miles de metros uniendo barcos cargados de tierra y tapizados con madera, para luego mandarlos a destruir. U otras historias tenebrosas, como aquella que sostenía que Calígula exigía la inevitable muerte o desmembramiento de los actores del teatro romano, si el papel asignado así lo decía. Pues bien, estas dos personas guardan para mí ciertas relaciones.

Vamos a ver. Entre 2002 y 2010 se registraron más de 24.000 desaparecidos, más de 6.500 asesinatos selectivos, más de 400 masacres, más de 4 millones de desplazados y miles de interceptaciones ilegales. No hablaré de la Ley 100, que es un verdadero instrumento de exterminio eugenésico y aporofóbico. En el caso de su “actor elegido”, Duque, entre 2016 y 2020, ya exhibe entre sus mejores resultados más de 970 líderes sociales asesinados, decenas de masacres, cientos de nuevos desplazados, amenazas masivas a periodistas, etcétera. Claro, cualquiera puede aducir lo siguiente: antes de 2002, el 40% del país se encontraba bajo el control de las guerrillas y los paramilitares. Éste ultimo actor, multiplicó su poder de fuego coaligado con el ejército o la policía (lo que está más que probado).

En efecto, Uribe, el “pacificador”, le devolvió la zona rural a esa variada clase media urbana (las clases populares de las ciudades también pudieron viajar de vez en cuando), y purgó de “todo mal” a los campos del gran y mediano propietario rural. Pero, las zonas en disputa, como las áreas de minifundio, los territorios colectivos de indígenas y de afrocolombianos, y los frentes de colonización, no vivieron los “beneficios” de la expurgación. Uribe también supo explotar al máximo esa agrofobia típica de toda población urbanocentrada: el desprecio por el campo y de todo lo vivo adherido a él. Mientras los medios exhibían esos cuerpos masacrados y desplazados, la mayoría de los televidentes urbanos se mantenían impávidos en sus salas o restaurantes, al mismo tiempo que celebraban las acciones de ese “gran padre vengador”. 

Si Uribe y Duque creen que gobernar es el equivalente a destruir la paz o la poca paz obtenida en los territorios rurales. Si su función política consiste en la captura del Estado por parte de narcotraficantes y de empresarios financieros o terratenientes. Si devastar la nación rural es su “solución final”, quizás Calígula fue mejor gobernante. Este emperador también fue conocido por ser el azote de los ricos. Y en esto, al menos, tendría mi apoyo.  

Apenas subió Uribe al poder, recuerdo que el paso del páramo de Guanacas en el Cauca, se convirtió en un campo de batalla. En varias ocasiones tuvimos que guarecernos de los proyectiles debajo de los carros: unos, guerrilleros, muchachos imberbes, tan despiporrados y empobrecidos como los soldados, y estos, otros adolescentes, que nunca serán los hijos de Paloma Valencia, de Duque, o de Uribe. 

Por muchas razones mi alma se vio arrobada por la captura de Uribe.

Aquellos que salieron a decir que no les alegraba, o cosas similares, posando más allá de toda serenidad lucreciana, solo me provocó risa. Lucrecio, el atomista latino, se alegraba desde tierra al ver cómo zozobran los barcos bajo las tormentas, no por falta de empatía, sino por no estar precisamente en la desafortunada situación de sus compatriotas. Nadie moralmente saludable quisiera estar en la situación de Uribe, ni mucho menos cometer las “imprudencias” que le fueron propias. Pero, ese “gran padre” sometido a la venganza ritualizada de los “otros” (o sea, los tribunales republicanos), es en el fondo una vieja forma de “impugnación del poder” de quienes cometieron todo tipo de excesos. Lo que no dejará de producirme una enorme satisfacción, precisamente por esa empatía que tengo por la mayoría de los miembros de esta “tribu” colombiana y, por supuesto, por mi propia “salvación”.  

Genocidios intraestatales innombrables, como la venganza inmisericorde contra los campesinos alemanes (1524-1525), la noche de San Bartolomé (1572), las masacres de millones de campesinos a finales del siglo XIX en China, la guerra civil española, el exterminio de los indígenas en Perú y en Colombia bajo las caucherías, entre otras tragedias, no deberían repetirse jamás al interior de este Estado contrahecho. Llegó la hora de impugnar también el poder conferido a Duque, el nuevo “pacificador”.

(*) Profesor asociado de la Universidad del Tolima